He aquí un cuaderno de notas que no ocupa centímetros cuadrados, unos momentos de éxtasis o de desencanto transcritos a la lengua, plasmados en ordenadas, desfilantes letras; he aquí un espacio virtual donde el mundo es poliédrico, donde el tiempo es un garabato, donde las ideas claras son sutiles sensaciones atrapadas por el instinto...donde, entre cráteres y honda oscuridad, puedes oír cómo, hasta en la superficie lunar, hay algo que susurra.
viernes, 8 de julio de 2011
Tren y anatomía mágica
Robert, obrero, es enviado con pico y pala y con una muchedumbre de Roberts con picos y palas a hacer la nueva línea del ferrocarril. Robert pica, desaloja tierra por montones infinitos, y tras mucho sudor evaporado (un olor a Robert se extiende durante varias millas) queda en la tierra la cicatriz de un cauce que atraviesa el país y serpentea hacia donde el mundo se transforma en una línea, donde se dice que está la capital. Llega entonces el capataz con vías y vías por montar, y todos los Roberts del mundo se van pasando clavos y maderas y hierros, hasta que el trabajo está hecho. Casi una hora después, un bocinazo que es como el bramido de una bestia jurásica anuncia la llegada del monstruo de hierro, que arriba ahogado en vapor y chisporroteando. De las tripas del leviatán salen las señoritas de la capital, todas de blanco, acarreando (no vistiendo) aparatosos sombreros, elegantes en teoría; por una ley de la costumbre, miran de reojo, disgustadas como se espera de ellas, las masas de obreros que demorando el trabajo apuran las últimas gotas de cerveza, y las miradas son de indignación y de escándalo, tras las que, hipócritamente, se esconden una codicia de instinto animal por la virilidad sin tapujos de los obreros y un sentimiento confuso de compasión y vergüenza por los caballeretes que llevan lánguidamente del brazo, como llevarían a niños de la mano. El soplo blanco de elegancia y presunción acaba de pasar y entonces un timbre odiado pone fin a la hora del descanso. El andén no está terminado, y se colocan andamios y se levantan muros y se alzan vigas con grúas. Por una fatalidad azarosa que los religiosos llaman voluntad de Dios, los filósofos contingencia y los marxistas necesidad histórica, al encargado de la grúa se le sube la cerveza de la tripa a la cabeza y se sumerge en un sueño proceloso en el que se da cuenta espantado de que está soñando y del que quiere salir pero no sabe, y aún así ya es tarde porque la viga que estaba siendo levantada se ha desequilibrado y caído y arrasa en el aire hasta impactar con telúrica potencia sobre Robert, y su cráneo estalla y se hace añicos como la porcelana, y se derrumba sin gemir un último gemido mientras el cerebro se le deshoja como una lechuga, y al caer se le salen todas las neuronas, miles de canicas que ruedan por el andén y que hay que esquivar para no tropezar y caerse. Asombradísimos, los obreros observan que en las profundidades de las canicas hay etiquetas en las que hay escritas cosas como "mi primera pala", "papá fumando", "primavera del 72" o la de la última canica que terminó de salir de la cabeza de Robert, una inacabada pregunta sin respuesta: "oh, Dios, por qué justo a m..."
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