jueves, 16 de septiembre de 2010

El dolor de cabeza

Lo persiguió toda su vida. El agudo, constante dolor que le perforaba las sienes y resquebrajaba los pensamientos (él los notaba crujir, despedazarse con el golpeteo) era de nacimiento, como los lunares de sus brazos. Lo había acompañado, con importuna constancia, desde la suavidad de la inocencia en la niñez hasta las caóticas retiradas entre los árboles, oyendo, él y sus compañeros de la guerrilla, zumbar balas que buscaban ansiosas sus espaldas. Lo siguió como un perrito hasta los charcos donde enjuagaba el rostro exhausto, hasta el sopor de las siestas de las cinco, esos tórridos agostos entre las piedras al sol. Y hasta el poste enmohecido y podrido por la termita lo había acompañado el dolor, sin haber sido nunca aplacado, haciéndole fruncir el ceño hasta el final, como lo frunció siempre. Por eso, cuando el carguen, apunten y fuego del capitán interrumpió su ensimismamiento, y el sonoro chasquido seco de seis fusiles disparando escupió seis mortíferas balas que le destrozaron costillas y pulmones, sacó fuerzas de flaqueza para pedir a Dios, no por él, sino por aquel puñado de hombres que lo habían librado, al in, del dolor de cabeza.

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