Una guitarra con aspecto de olvido y dejadez se incorpora, se alza sobre sí misma. Adopta una expresión de concentración forzada, de ejercicio de memoria, y toca algunas cuerdas. En la esquina duerme un joven: el sombrero le arroja una sombra gris sobre el rostro, pende de la barbilla sin afeitar un hilillo de baba que se balancea, divertido, al son de los ronquidos; dos negritas, un silencio y una blanca (sol, sol y re) se deslizan silbando dentro de sus oídos, lo despiertan: el hlillo se desprende y ya no lo es, ahora es una bomba que se precipita hasta estrellarse y formar un espumoso charquito en el cauce seco de la arruga del pantalón vaquero. El joven se levanta, va hacia la guitarra y la regaña, esto no es así, así es lo otro, no toques desafinado.
Por la noche, el joven se sienta con calma en una silla de plástico sobre un pequeño escenario, y la guitarra se sienta nerviosa sobre sus piernas. Y la gente, con ganas de diversión, baila la buena música que tocan unas cuerdas que se pulsan solas, mientras el joven deja caer la barbilla aún sin afeitar sobre el pecho y goza del sueño del que deben de gozar los buenos maestros.
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